SERVIR A DIOS
Por: Carolina Aguirre
Entre la Gloria y la Responsabilidad
Servir a Dios es un privilegio sagrado, pero también una tarea que exige reverencia, obediencia y humildad. La Parashat Sheminí nos presenta una escena impactante que subraya la seriedad de este llamado: el día de la inauguración del Mishkán (Tabernáculo), un momento de alegría y revelación, se ve marcado por la muerte repentina de dos sacerdotes, Nadav y Avihú, por ofrecer un “fuego extraño”, algo que Dios no había ordenado.
Este episodio nos invita a reflexionar: ¿cómo debe ser nuestra actitud al acercarnos al servicio divino?
La importancia del día octavo
El relato comienza con una fecha significativa: el octavo día, que da nombre a esta parashá. El número ocho, simboliza aquello que trasciende la perfección del siete —representa lo que es eterno, divino, más allá del orden natural. Es un día solemne, en el cual la gloria de HaShem se manifiesta ante el pueblo.
Moshé declara:
“Esto es lo que mandó Adonai; hacedlo, y la gloria de Adonai se os aparecerá” (Levítico 9:6).
La manifestación de la gloria divina es un evento extraordinario, pero no debe tomarse a la ligera. La presencia de Dios, cuando se manifiesta, no tolera lo que no está alineado con Su voluntad.
Dos formas de servir
En este pasaje encontramos dos tipos de actitudes frente al servicio a Dios, representadas por Aharón y sus hijos Nadav y Avihú.
Aharón, el primer sumo sacerdote, realiza cada sacrificio exactamente como Dios lo había ordenado. En Levítico 9:21 dice que hizo el proceso “como Jehová lo había mandado a Moisés.”
Luego en Levítico 9:22 leemos:
“Después alzó Aarón sus manos hacia el pueblo y lo bendijo; y después de hacer la expiación, el holocausto y el sacrificio de paz, descendió.”
Este “descender” no solo fue físico —bajando del altar, que es un lugar elevado— sino también espiritual. Aharón no se exaltó a sí mismo tras ser el canal de bendición para el pueblo. Su humildad fue tan grande como su obediencia. No permitió que el orgullo entrara en su corazón, y por ello su servicio fue aceptado.
En contraste, sus hijos Nadav y Avihú ofrecen fuego que no había sido mandado. No se nos detalla mucho, pero el texto indica que actuaron sin seguir las instrucciones divinas. El resultado fue inmediato y trágico: un fuego salió de la presencia de Dios y los consumió.
Este contraste nos enseña que la buena intención no es suficiente cuando se trata de servir a Dios. La obediencia y el respeto a Su voluntad son esenciales.
La santidad de Dios y su gloria
Tras la muerte de los dos sacerdotes, Dios hace una declaración poderosa:
“En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado” (Levítico 10:3).
La santidad de Dios exige que quienes le sirven lo hagan con reverencia, precisión y pureza. No es un terreno para improvisar, ni mucho menos para buscar protagonismo. Dios es glorificado cuando lo representamos con fidelidad, y no cuando mezclamos Su voluntad con la nuestra.
Más adelante, se reafirma este principio:
“Porque yo soy Adonai vuestro Dios; vosotros, por tanto, os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo” (Levítico 11:44).
Y el profeta Isaías añade:
“Yo soy el Señor, ese es mi nombre, y mi gloria a otro no daré” (Isaías 42:8).
La gloria divina no puede ser compartida, y todo intento de apropiársela o usarla para beneficio personal corre también el riesgo de desencadenar juicio.
El orgullo: el peligro silencioso
Uno de los mayores peligros para quienes sirven a Dios es el orgullo espiritual. Al ver resultados positivos, reconocimiento o experiencias sobrenaturales, el corazón puede fácilmente inclinarse hacia la autosuficiencia o la vanidad. Es lo que le ocurrió al Satán, cuando quiso subir al lugar más alto y terminó cayendo al más bajo.
Aharón nos muestra el camino opuesto. A pesar de su posición exaltada, él descendió. Mantuvo su corazón rendido, consciente de que todo lo que había hecho había sido posible solo por mandato y gracia divina.
¿Cómo estamos sirviendo?
No todos servimos en un altar físico, pero todos servimos a Dios de alguna forma: al enseñar, al ayudar, al liderar, al cuidar de otros, al hablar de Él. Cada acto de servicio es una oportunidad para reflejar Su santidad… o para buscar gloria propia.
Por eso, el mensaje de Sheminí sigue vigente:
– Sirve como Aharón, con fidelidad y humildad.
– Evita el camino de Nadav y Avihú, que se apartaron del mandato divino.
– No olvides que Dios es santo y espera lo mismo de quienes se acercan a Él.
– Nunca uses Su gloria como plataforma personal.
Servir a Dios es un llamado hermoso, pero también solemne. Nos exige obediencia exacta, humildad sincera y un profundo respeto por Su santidad. Que nuestras acciones, ya sea en lo oculto o en lo público, sean como las de Aharón: guiadas por la Palabra, sin añadir ni quitar, y siempre con el corazón dispuesto a descender, para que solo Dios sea exaltado.
¡Shavua Tov!
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