La prueba de la espera

Por Valentina Jaimes

Behalotejá nos permite asomarnos a la humanidad del pueblo de Israel durante su tiempo en el desierto. Nos muestra momentos en los que actuaron con debilidad frente a los desafíos del día a día.

Esta semana leemos la Parashá Behalotejá, que en mi opinión es una de las porciones más especiales de la Torá. En ella continúa la narrativa del libro de Números, donde se describe la vida del pueblo de Israel en el desierto. Las tribus siguen en su proceso de organización y adquieren nuevas responsabilidades. En esta porción, Aarón recibe la orden de encender las luces de la Menorá, la tribu de Leví es consagrada para el servicio del Santuario y se instituye el segundo Pesaj.

Pero, por encima de todo, Behalotejá nos permite asomarnos a la humanidad del pueblo de Israel durante su tiempo en el desierto. Nos muestra momentos en los que actuaron con debilidad frente a los desafíos del día a día. La porción relata la queja del pueblo por el maná y su demanda de carne, el agotamiento de Moshé al punto de pedirle a Di-s que le quite la vida, y el Lashon Hará de Miriam y Aarón contra Moshé, que termina con Miriam castigada con lepra. Podríamos decir que en está porción todos fallaron, cada uno desde su nivel: el pueblo y sus líderes.

Entonces surge la pregunta: ¿por qué? ¿Qué estaba ocurriendo para que toda la comunidad llegara a ese punto de desgaste? Una posible respuesta es: nada. No estaba pasando nada, y ese era precisamente el “problema”. Para entenderlo mejor, pongámonos en contexto. Algunos comentaristas explican que, para el momento de esta porción, ya había pasado un año desde la salida de Egipto. El pueblo había partido con una promesa: la esperanza de un futuro mejor. Habían sido esclavos y soñaban con la libertad, pero pronto descubrieron que el camino hacia la realización de esa promesa no era corto ni lineal. Para alcanzarla, debían atravesar un desierto.

Y los desiertos representan muchos desafíos, pero hay uno especialmente difícil: la incertidumbre. En el desierto no hay mucho a lo que aferrarse. No hay certezas, solo promesas. Y eso puede llevar fácilmente al miedo y la desesperación.

Para profundizar en esto, quisiera retomar un comentario del Rabino Mike Bengio sobre esta Parashá, donde se pregunta: ¿por qué el pueblo se quejó del maná? Era un alimento perfecto: caía del cielo sin esfuerzo, venía en la cantidad exacta para cada familia, su sabor se adaptaba al deseo de quien lo comía, era nutritivo y de fácil digestión. El cuerpo lo absorbía por completo, sin necesidad de eliminarlo. ¿Entonces, de que se quejaban?

La respuesta que da el Rabino Bengio es que el único “problema” del maná era que caía una vez al día, en la porción justa para ese día. No se podía guardar para el siguiente. Entonces, cada mañana el pueblo se hacía la misma pregunta: ¿qué vamos a comer mañana? Y la respuesta era: Di-s volverá a enviar maná. Pero ¿había certeza de ello? Para quien tenía fe, sí. Para quienes necesitaban pruebas tangibles para creer, la respuesta no era suficiente.

Así comprendemos que la verdadera prueba en el desierto fue vivir en medio de una incertidumbre constante. No solo respecto al alimento, también al camino: ¿hacia dónde iban? ¿Cuándo llegarían? Seguramente se preguntaban: ¿cómo creer en la promesa si llevamos un año deambulando y no ha pasado nada? Pero ¿realmente no había pasado nada?

El desierto es una prueba. Es la prueba de la espera, de la fe. Para quienes carecen de fe, el desierto es angustia y desesperanza. Por el contrario, para quienes la tienen, puede convertirse en un espacio de cercanía con Di-s. Porque, aunque no lo parezca, en el desierto Di-s no se ausenta y está porción es prueba de ello. En el desierto, Di-s no solo enviaba el maná, sino que también protegía al pueblo con una nube que lo cubría del sol ardiente de día y una columna de fuego que lo resguardaba del frío de noche. Ordenó construir un Santuario para que Su presencia habitara entre ellos y no se sintieran solos. Di-s les daba todo. Solo les pedía una cosa: confianza.

El problema con la fe aparece cuando creemos que somos nosotros quienes debemos resolver todo. Entonces, al poner nuestra confianza en nuestras propias fuerzas y capacidades, sentimos miedo al darnos cuenta de que no son suficientes. No temer frente a la incertidumbre contradice nuestra naturaleza humana, que nos impulsa a actuar, resolver, a sobrevivir. Sin embargo, en el desierto no estamos llamados a resolverlo todo, sino a confiar. En ese intermedio, Di-s se encarga.

Con esto no quiero decir que debamos adoptar una actitud pasiva ante la vida, como si no tuviéramos un papel en el cumplimiento de las promesas de Di-s hacía nosotros. Por supuesto que tenemos una responsabilidad. Pero nunca debemos olvidar quién tiene el control del mundo.

El Rabino Shalom Arush enseña que el logro más básico del ser humano es la emuná (fe), es decir, la creencia en la supervisión individual de Di-s sobre nuestras vidas. Según Arush, la emuná es la convicción de que todo proviene del Creador. Y si todo viene de Él, entonces todo es para bien. Porque Di-s no desea nuestro mal.  Y ese bien, no es otra cosa diferente a Él ayudándonos, a través de las pruebas, a cumplir nuestra misión y acercarnos al propósito para el cual fuimos creados.

Entonces, ¿qué nos pide Di-s en el desierto? La fe no es quedarse quieto esperando que las cosas sucedan. La fe es sentir calma y estar atento al momento en que aparezcan las pistas. Esta porción lo refleja claramente con la nube que indicaba al pueblo cuándo partir y cuándo detenerse. Podía permanecer inmóvil días o meses, pero el pueblo debía estar siempre alerta a su movimiento.

En el desierto no se nos pide tener todas las respuestas, sino aprender a leer las señales. Caminar cuando hay que caminar. Esperar cuando hay que esperar. Y, sobre todo, prepararnos. Porque los desiertos no son eternos. Llegará el día en que lleguemos a nuestra tierra prometida. Y es justamente en la libertad, en el cumplimiento de la promesa, donde Di-s esperará aún más de nosotros.

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¡Shavua Tov!

Soy Valentina Jaimes, miembro de la comunidad Yovel desde su fundación. A los 17 años, durante un voluntariado en Israel con niños kurdos, reafirmé mi amor por Di-s y comprendí que servir a los demás es parte esencial de mi propósito de vida. Esa experiencia me llevó a formarme como enfermera y, más adelante, como Magíster en Salud Pública, orientando mi camino profesional hacia la promoción de la salud y el trabajo con las comunidades. Me apasiona comprender la salud como un fenómeno integral, especialmente desde una perspectiva espiritual y judía, fuente constante de respuestas en mi vida que hoy deseo compartir con los lectores.